Fecha de publicación:
29/06/2023
Fuente: El País
Primero hablemos del lamentable espectáculo que dieron nuestros congresistas en estos días: hablemos de la indignidad general de su comportamiento, que ya no nos sorprende demasiado, pues hay varios que nos tienen acostumbrados a sus gritos grotescos, sus ademanes de barras bravas y su lenguaje de matones de barrio. Y enseguida entremos en materia, porque lo que hay detrás del comportamiento lamentable también es lamentable, aunque de otra manera. Nuestro Congreso respondió esta semana a la pregunta que nos hacemos tantos: ¿por qué no cambia este país? El personaje de una de mis novelas se lamenta en algún momento de que esto sea Colombia, inevitablemente: un ratón corriendo en un carrusel. Es la impresión que tenemos los ciudadanos, por ejemplo, cuando asistimos impotentes a la dilapidación de los acuerdos de paz, que tanto trabajo nos han costado, igual que antes asistimos impotentes a la derrota de los acuerdos en un plebiscito contaminado por el odio, el miedo, la mentira y la ignorancia; y es la impresión que tuvimos en estos días, viendo cómo se hundía en el Senado el proyecto de ley que buscaba la regulación de la marihuana.Lo ocurrido es una oportunidad perdida, como tantas que pierde este país experto en no reconocer lo bueno cuando lo ve, y lo triste es que se pierda por ignorancia de la realidad y por miopía moral: la enfermedad responsable de que nos quedemos anclados en modelos de sociedad que dañan a la gente con el pretexto de cuidarla. Comienzo con el aspecto legal, para sacármelo rápidamente de encima, porque hablar del aspecto legal es inevitable en un país como el nuestro: hay que ver algunos de los argumentos con que se hundió el proyecto (vean las entrevistas de El Tiempo el pasado domingo) para recordar hasta qué punto nuestro destino está en manos de leguleyos. Pues bien, lo que han logrado los congresistas que se opusieron al proyecto es preservar un absurdo que daría risa si sus consecuencias no fueran perversas, y que se resume en la siguiente incoherencia: en Colombia es legal tener marihuana y consumir marihuana, pero es ilegal comprarla. Esta flagrante contradicción es una metáfora perfecta de la inmarcesible hipocresía nacional, que es también una de las razones por las que no avanzamos, y una muestra de esa convicción, tan infantil y tan nuestra, de que basta con prohibir algo para erradicarlo.Y no es así. El hundimiento del proyecto no disminuirá el consumo ni librará a nuestros jóvenes inocentes de la amenaza de las drogas, ni ninguna de las memeces que adornaron esos debates de altura lamentable; lo que han logrado quienes celebraron como una victoria la continuación del prohibicionismo es, simplemente, que la venta de marihuana siga enriqueciendo a las mafias y a cada jíbaro de esquina, como ha sucedido hasta ahora, y que esos dineros sigan financiando nuestras violencias y nuestras guerras, cuando podrían estar financiando la educación (por ejemplo, la educación sobre los efectos negativos del consumo de drogas) y la salud (por ejemplo, el tratamiento de los efectos negativos del consumo de drogas). Prevención y tratamiento: las dos palabras resumen la única receta exitosa que han descubierto nuestras sociedades para lidiar con lo que ha sucedido siempre, en todas partes, desde que el mundo es mundo: el consumo de sustancias. Lo contrario, la criminalización del consumo (y de la producción y de la comercialización, porque todo va inevitablemente junto), ha tenido las mismas consecuencias cada vez que se ha intentado, y nunca han sido las que han querido los prohibicionistas.La prohibición ha convertido en delito lo que no es más que un vicio, y a veces ni siquiera eso; y a mí, que no uso drogas ni las he usado nunca, no me parece tolerable que sea el Estado quien le diga a la gente qué puede y qué no puede meterse en el cuerpo, si al hacerlo no daña a nadie más. Lo que la prohibición no ha hecho es reducir el consumo de ninguna manera apreciable, o, por decirlo de otro modo, no lo ha hecho de ninguna manera que justifique los enormes daños colaterales que va dejando regados por ahí; en cambio, ha multiplicado la rentabilidad del negocio, poniendo enormes cantidades de dinero ―y de poder, por lo tanto― en manos de criminales, y ha provocado la violencia y la corrupción que son necesarias para proteger un negocio rentable. Los colombianos deberíamos saberlo bien, pues llevamos cincuenta años enfrentándonos a las fuerzas terroristas del narcotráfico, que han trastocado nuestros valores y han sido el combustible de nuestra guerra. Pero nuestra hipocresía prefiere seguir fingiendo que la corrupción y la violencia vienen del consumo de drogas, no de las mafias que trafican con ellas.El problema de las drogas ―nunca me cansaré de repetir esta obviedad― es doble: uno de salud pública ligado al consumo y otro de orden público ligado al crimen. Legalizar las drogas es librarnos del segundo problema y quedarnos sólo con el primero. ¿Por qué seguimos prefiriendo tener dos problemas gordos en vez de uno? Alguien más benevolente diría que la legalización de las drogas es un salto al vacío, pues nunca sabemos realmente lo que pueda pasar después. Pero sí lo sabemos: lo sabemos porque lo hemos visto. No hay que haber leído demasiado sobre el tema, no hay que saberse de memoria la obra de Antonio Escohotado (aunque se la recomiendo a los congresistas, que tal vez aprenderán algo), para saber que en Estados Unidos hubo alcoholismo antes y después de la Prohibición, pero sólo durante la Prohibición hubo además corrupción, violencia y mafias traficantes.El economista Milton Friedman, que vivió la Prohibición siendo adolescente, lo explicaba muy bien en una entrevista de 1991: “La idea de que la prohibición del alcohol evitaba que la gente lo consumiera era absurda”, dice. “Había bares ilegales por todas partes. Pero más que eso, teníamos el espectáculo de Al Capone, los secuestros, las guerras entre mafias. Cualquier persona con dos ojos podía ver que era un mal negocio, que se hacía más mal que bien”. Luego habla puntualmente de la droga: “Les causa daño a muchas personas”, dice, “pero principalmente porque está prohibida. El número actual de víctimas inocentes es enorme”. Friedman habla de las personas “que mueren en el azar de la guerra contra las drogas”: ha calculado que la prohibición causa indirectamente 10.000 homicidios al año (y les recuerdo que está hablando en 1991). ¿Es correcto, se pregunta Friedman, que un Estado tolere la muerte de 10.000 inocentes por perseguir una actividad que sólo daña a quien la hace? Y concluye: “No me parece que sea moral imponerles un costo tan alto a las otras personas para proteger a la gente de sus propias decisiones”.La entrevista es uno de muchos documentos fascinantes que publicó la revista El Malpensante en su número de septiembre del año 2000. La fecha es un triste memorando del tiempo que llevamos enredados sin avanzar en las mismas conversaciones, o creyendo que los problemas del presente van a solucionarse si adoptamos las mismas estrategias que han fracasado en el pasado. No creo que los senadores que hundieron el proyecto de regulación de la marihuana hayan leído esta revista, pero estoy seguro de que les serviría: al menos para que su voto venga sustentado con hechos y cifras duras, no con supersticiones, puritanismos o pensamiento mágico. Que de eso ya tenemos demasiado.Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país. Seguir leyendo