Resiliencia en tiempos de cambio: nuevas miradas sobre los paisajes del sur de Europa

Fuente: Comunidad Ism
Lugar: Paisaje
Vivimos tiempos de transformación profunda. Los paisajes del sur de Europa —aquellos que evocan olivares, terrazas agrícolas, pueblos encaramados en las laderas y extensos pinares— están cambiando a un ritmo inquietante. Cambia el clima, cambian las personas que los habitan (o los abandonan), cambian los usos del suelo. En medio de este torbellino de transiciones emerge una noción clave: la resiliencia.

Pero, ¿de qué hablamos realmente cuando decimos que un paisaje debe ser “resiliente”? ¿No se trata acaso de otra palabra de moda, como tantas que circulan en el discurso ambiental? Y, sobre todo, ¿cómo podemos saber si un territorio lo es o no? Estas preguntas, que a primera vista parecen teóricas, tienen implicaciones prácticas muy concretas: afectan cómo se gestionan los incendios, cómo se planifica el futuro del mundo rural, y cómo se decide qué conservar, transformar o restaurar.
Lo socioecológico no es solo ecológico
La noción de paisaje socioecológico nos invita a superar la tradicional separación entre naturaleza y sociedad. No podemos comprender un ecosistema sin considerar también a las personas que lo habitan, lo trabajan, lo transitan y lo imaginan. Lo socioecológico implica que el suelo, los cultivos, el agua, los caminos, la memoria y la economía están interconectados. Por ello, la resiliencia —esa capacidad para absorber perturbaciones sin colapsar— no puede medirse únicamente con sensores o estadísticas climáticas. Requiere herramientas capaces de captar la complejidad y la interacción entre sistemas naturales y humanos.
En los últimos años han surgido enfoques más integrados para estudiar la resiliencia territorial. Algunos proceden de la ecología del paisaje, otros de las ciencias sociales, de la teledetección, e incluso de la participación ciudadana. Lo relevante no es solo su origen, sino cómo las combinamos.
Del satélite al saber local: tecnologías que ayudan a entender
Una de las innovaciones más prometedoras es el uso combinado de datos satelitales e inteligencia artificial. Hoy es posible mapear coberturas del suelo con una resolución de hasta 10 metros, como lo permite el sistema ELC10, y detectar cambios sutiles que antes pasaban desapercibidos. En regiones como Andalucía, se han desarrollado índices espaciales que relacionan la configuración del paisaje con la recurrencia de incendios, revelando, por ejemplo, que los monocultivos extensivos —campos de cereal sin setos ni márgenes— son más vulnerables al fuego.
Sin embargo, no todo pasa por lo digital. También asistimos a un renovado interés por los saberes locales. En la Reserva de la Biosfera del Montseny (Cataluña), comunidades rurales han participado activamente en procesos de cartografía colaborativa para identificar zonas de riesgo e incorporar prácticas tradicionales útiles en la prevención de incendios. Esta combinación de tecnologías duras y conocimientos comunitarios es lo que hace que la resiliencia deje de ser un concepto abstracto y se vuelva tangible, aplicable y culturalmente significativa.
Tres ejemplos que inspiran (y que nos alertan)


Andalucía (España): el fuego como síntoma de fragilidad


Estudios recientes demuestran que los paisajes rurales homogéneos —con escasa diversidad de usos y cobertura vegetal— son más vulnerables al fuego. En contextos de abandono agrícola, pérdida de pastoreo y bosques densos sin gestión, el riesgo se incrementa. La solución no pasa solo por apagar incendios, sino por rediseñar el paisaje: restaurar mosaicos agroforestales, fomentar el pastoreo extensivo y diversificar los cultivos.
228 pastores andaluces participan en las tareas de prevención de los incendios forestales Fuente: ElDiario.es. Red de Áreas Pasto-Cortafuegos de Andalucía (RAPCA)


Calabria (Italia): confianza institucional y resiliencia social


En esta región del sur de Italia se aplicó un modelo de evaluación que incluía indicadores sociales como conocimiento, confianza, conciencia e información. Aunque dos pueblos, Amantea y Lago, presentaban niveles similares de resiliencia, las causas eran distintas: uno necesitaba reforzar la confianza institucional; el otro, mejorar la educación ambiental. La lección es clara: no existen recetas universales.
“Cada paisaje socio-ecológico es único, y por eso debe ser analizado individualmente, con el objetivo de encontrar cuál es la estrategia que mejor encaja para incrementar su resiliencia”
(Esteve Viñals et al., 2023: https://doi.org/10.1016/j.scitotenv.2023.161763)


Causses y Cévennes (Francia): cuando el patrimonio se seca


Este paisaje cultural reconocido por la UNESCO enfrenta una grave amenaza por sequías y erosión. Con la ayuda de sensores remotos, se ha podido evaluar el deterioro de sus históricas terrazas agrícolas. Las estrategias de restauración combinan drenajes tradicionales con prácticas agrícolas adaptadas. Aquí, la resiliencia no es solo ecológica: es también cultural. Conservar estos paisajes implica adaptarlos a nuevas realidades climáticas.
Fotografía de caseríos históricos rurales de Causses y Cévennes (Francia).Fuente: UNESCO
¿Cómo saber si un paisaje es resiliente?
No basta con atractivos y apacibles paisajes ni con datos de biodiversidad. Para evaluar la resiliencia de un paisaje, se requieren indicadores integrados que reflejen su complejidad:

Ecológicos: cobertura vegetal, fragmentación del hábitat, conectividad, capacidad de carga ecológica, usos del suelo, …
Sociales: participación comunitaria, confianza en las instituciones, memoria ecológica, redes, normas, …
Económicos: diversidad de ingresos, viabilidad de prácticas tradicionales, …
Culturales: saberes locales, vínculos con el paisaje, patrimonio intangible, …
De gobernanza: existencia de planes adaptativos, redes de colaboración, acceso a información, capacidad institucional, …
Infraestructura: existencia de infraestructuras críticas, servicios básicos, …

A partir de estos indicadores, es posible construir lo que algunos investigadores denominan “índices compuestos de resiliencia territorial”. En la práctica, se recurre a metodologías como el Análisis de Componentes Principales (ACP), que permiten sintetizar múltiples variables en un único indicador, facilitando así la comparación entre diferentes territorios. Aunque no se trata de fórmulas cerradas, estos índices ofrecen criterios útiles para evaluar situaciones, establecer prioridades y orientar la toma de decisiones en contextos complejos. Más allá de su utilidad técnica, este enfoque promueve una concepción del territorio como un sistema dinámico y vivo, en constante transformación.

¿Y nosotros, qué podemos hacer?
Como investigadores, estudiantes o profesionales del territorio, el reto es aprender a mirar el paisaje desde múltiples perspectivas. No basta con dominar los SIG o interpretar imágenes satelitales. Hay que saber escuchar, mapear memorias, comprender narrativas locales. La resiliencia no se impone desde arriba: se construye con la gente, en los lugares.
Las herramientas están ahí: modelos multicriterio, plataformas de participación, tecnologías de código abierto. Pero el sentido crítico, la sensibilidad territorial y el compromiso ético no vienen en ningún programa informático. Se cultivan en el diálogo, en el estudio y en el trabajo de campo.
Al final, hablar de resiliencia en los paisajes mediterráneos no responde a una moda pasajera ni a una consigna vacía. En un contexto marcado por la intensificación de incendios forestales, sequías recurrentes, procesos de despoblación rural y los efectos del cambio climático, resulta imperativo repensar la manera en que habitamos, gestionamos y transformamos nuestros territorios. Si bien las nuevas herramientas de análisis y planificación territorial ofrecen oportunidades prometedoras, su eficacia dependerá en última instancia del enfoque con que se apliquen y del compromiso institucional y social que las acompañe.

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